El text que segueix és la traducció al castellà del capítol dedicat a l’agrònom francès René Dumont, del llibre Heterodoxos europeus. 25 biografies de la consciència ecològica del segle XX, del periodista i escriptor Xavier Garcia, publicat a Pagès editors, de Lleida, el 2014.
El ingeniero agrónomo francés René Dumont (Cambrai, 1904 – París, 2001) estuvo en Barcelona, el octubre de 1989, para participar en el Primer Simposio Internacional “Una Sola Terra”, que organizaba mi colega, el periodista y escritor ecologista Santiago Vilanova.
Con 85 años a cuestas, cuarenta libros publicados y después de haber realizado estudios de campo en ochenta países, sobre todo del tercer mundo, durante sesenta años (la primera misión, en 1929, en Indochina), su presencia entre nosotros, en el primer Museo de la Ciencia, fue como un puñetazo en las narices de la inconsciencia colectiva y de la autocomplacencia personal. Allí lo traté unas horas que rememoré en 2004, a los cien años de su nacimiento.
No me podía creer de verlo y sentirlo tan cerca. Su personalidad, humana e intelectual, forjada en los mil combates contra el hambre, por la vida, por la dignidad del campesinado mundial y por la supervivencia ambiental, ciertamente impresionaba. Viajero permanente, peregrino apasionado, hombre de vivencia telúrica y reflexión moral –que empezó a aprender en su infancia rural en Cambrai (región administrativa francesa de Nord-Pas de Calais)-, René Dumont fue, en efecto, un apóstol para la pacificación de la humanidad, un pionero sin partido avanzado a su tiempo e, igualmente, un flagelo implacable contra todos los desórdenes, ignorancias, corrupciones y miserias provocadas por los poderosos de este mundo.
Los trató a fondo –en sus múltiples viajes a la búsqueda de una política alimentaria para todos- en el Norte y en el Sur, y sus libros son el testimonio -cada vez más irritado- de esta insolencia del poder, que ha causado y causa tantos desastres humanos y ambientales que sus ojos vieron y que no podía soportar.
La lectura de sus obras – entre las cuales, L’Àfrique noir est mal partie (Le Seuil, 1962), Nous allons à la famine (Le Seuil, 1966), L’utopie ou la mort (Le Seuil, 1973) o Un monde intolerable, le liberalisme en question (Le Seuil, 1989)-, así como un repaso a su biografía – Une vie saisie par l’ecologie, Editions Stock, 1992-, escrita por el periodista Jean-Paul Besset, confirma el carácter profético de sus denuncias contra el desorden económico internacional, formuladas desde los años sesenta del siglo XX, y que continúan teniendo una vigencia muy actual.
René Dumont fue un hombre libre, y lo demostró en las diversas fases de su larga vida de 97 años. El espíritu de la tierra y de los que la trabajaban lo impregnó de muy pequeño, y por eso estudió agronomía, materia que enseñó, desde 1932, en el Instituto Nacional correspondiente. Después de la Segunda Guerra Mundial asesoró al gobierno francés en la mejora de los rendimientos agrarios, en aquella época de penalidades.
Pero a mediados de los años cincuenta –ya respetado en su rango académico-, se lo montó para no quedar fosilizado en su cátedra de profesor de enseñanza superior o vinculado a la Administración agrícola o colonial, y consiguió su sueño: mantener la cátedra y poder circular libremente por el mundo para ir a escuchar los campesinos – que calificó como los verdaderos “damnificados de la tierra”-, compartir con ellos las posibles soluciones y reclamar estas, con contundencia, a gobernantes y técnicos de las administraciones, tanto de los estados como de los organismos internacionales.
Un proyecto largamente meditado
La llegada de Dumont al África negra, al Magrib, a la China, a la Índia o a la América del Sur no fue una casualidad, fruto de su curiosidad viajera, sino un proyecto largamente meditado, convencido que el futuro de la humanidad se jugaba en este Sur mundial, históricamente humillado.
Sabía perfectamente, desde sus viajes iniciales de los años veinte y treinta, que el trabajo de la tierra que alimentaba a la humanidad es el que más honra, pero igualmente aprendió con dolor que los mecanismos económicos, demográficos y políticos que se ponían en marcha – a partir de los años sesenta- podían conducir a la destrucción de la agricultura, al “genocidio planetario de los agricultores” y a “la amenaza de una hambre generalizada”. En aquella década, los pueblos del tercer mundo empezaban su proceso de independencia política del yugo colonial de las metrópolis occidentales y eran, por tanto, tiempos de esperanza en las alternativas socialistas para superar de una vez el dominio imperial de Occidente.
Dumont hizo frente a ello con una fe digna de tan alta causa. “Lo que yo quiero –dijo- es tomar mi bastón de peregrino, recorrer el mundo y ver los problemas sobre el terreno”. Lo hizo con sencillez, voluntarismo, realismo crítico, preparación científica y sentido común, virtudes que no eran comunes entre la masa de burócratas estatales o internacionales (léase Banco Mundial o Fondo Monetario Internacional), bien remunerados e inamovibles ante sus cifras estadísticas, contra los cuales se enfrentó repetidamente cuando se dio cuenta que eren cómplices de las decisiones de los grandes mercaderes del desorden internacional.
Así lo hizo saber, también, a los líderes mundiales del Sur (Nehru, Mao, Castro, Ben Bella, Seku Turé, Sihanuk, Senghor, Nyerere, Burghiba, etc), con el objetivo de que, liberados de la tutela política, no fuesen a caer en la esclavitud económica del modelo occidental.
Pero sus tesis desconcertaban en aquellos momentos de euforia socialista tercermundista hacia el “progreso económico”, porque, contra el productivismo y gigantismo industrialista del Norte mundial, propugnaba las pequeñas dimensiones agrarias autosuficientes; contra la economía de exportación a gran escala, la subsistencia local auto gestionada; contra los grandes sistemas políticos, la responsabilidad del individuo y de las colectividades; contra el neocolonialismo económico y el militarismo, la resistencia activa y el pacifismo; contra el despilfarro, la austeridad y, en fin, contra los burócratas, la sabiduría popular.
Pionero de la ecología política
Antes de estructurarse socialmente y políticamente el movimiento ecologista, a principios de los años setenta, Dumont ya hacía tiempo que veía venir el proceso. Así, encabezó a los Verdes franceses a las elecciones presidenciales de 1974, convirtiéndose en el primer candidato de la Ecología Política. A raíz de aquella campaña –con los Amigos de la Tierra, de Brice Lalonde- publicó el libro A vous de choisir: l’ecologie ou la mort, que guardo como un tesoro dedicado, así como también el volumen Mes combats, donde escribió –más acertadamente que nunca-, en 1989- le combat continue.
La conferencia que pronunció en Barcelona, aquel 10 de octubre de 1989, se titulaba La erosión de la tierra y las consecuencias de la agricultura química. Fue presentado por el profesor Jaume Terradas, catedrático de Ecología de la UAB, y aquel día –como todos los restantes del ciclo- la audiencia de la sala del Museo de la Ciencia abrió, quizás más que nunca, sus orejas.
“El agrónomo del hambre”, como se identificaba a sí mismo, con su típico jersey rojo y la blanca cabellera, nos soltó – a modo de ducha escocesa- un conjunto de hechos, datos e ideas que alteraron nuestras conciencias, adormecidas aquellos años con los preparativos de los Juegos Olímpicos y, también, con la eterna cuestión de la identidad de Catalunya, monopolizada por la Convergencia de Pujol.
El célebre profesor/viajero/luchador, con el savoir faire de aquel que ha visto, comprendido y sufrido, nos habló, siempre con coraje, de la erosión de la tierra fértil, de los cambios climáticos que se avecinaban, de las consecuencias de la agricultura intensiva, de la superpoblación mundial y, en fin, de los dramas alimentarios. Todo aquello era, para decirlo educadamente, ligeramente insoportable, y cuando acabó el acto le pedí si al día siguiente –después de haber digerido un poco aquel alud- sería tan amable de conversar un poco conmigo.
“Somos una civilización de criminales”
Así lo hicimos. Para empezar, le recordé la obviedad que diecisiete años antes, en 1972, el Club de Roma y el mismo ya decían eso. Qué le dije! Su respuesta fue toda una declaración: “Oiga, joven, me tomo la libertad de decir, con los datos que me muestra la realidad global del mundo, que lo que afirmé hace quince o veinte años aún era muy optimista, porqué lo que ha ido sucediendo en el transcurso de este tiempo me ha demostrado, a mí y a muchos otros, que somos una civilización de criminales”.
Al camarero del hotel donde estábamos, al escuchar esas últimas palabras, le cogió un temblor en el brazo que, por poco, nos tira el desayuno encima.
Enseguida pensé que tipos como René Dumont son los que vale la pena entrevistar, y no, por supuesto, esta trepa de plumillas a sueldo que despachan “ideas sublimes” sin el mínimo contraste con la realidad. Encajado el primer round, tuve todavía el humor de decirle que hay algunos poderosos que pronostican que esta “Civilización” aún puede durar muchos años más.
Respuesta: “Yo le aseguro que si no se detiene la explosión demográfica en el tercer mundo, así como el avance del desierto, la deforestación de las selvas tropicales – sobre todo la del Amazonas-, y si el mundo occidental no cambia radicalmente sus valores y no limita la combustión de productos fósiles, en diez o quince años lo que entendemos por vida no existirá”.
Directo a la mandíbula. Intenté sacarle si, en esta destrucción, hay responsabilidades concretas o compartidas. Me dijo: “Todos, en mayor o menor grado, formamos parte de este sistema de expolio, pero lo que está claro es que la bancarrota económica i ecológica del tercer mundo, que es una gran fuente de recursos naturales, está ligada a nuestro sistema económico, a la insuficiencia de los dirigentes políticos y a la explosión demográfica, factores que ya señalé en 1930 en mi primera estancia en Indochina. Naturalmente, todos –marxistas y católicos- se me echaron encima. Ahora pagamos las imprevisiones”.
Después intenté comprobar si era cierto, como se ha dicho, que los recursos son suficientes para alimentar la población mundial. Su maquinaria volvió a ponerse en marcha:
“Serán suficientes siempre que estén bien repartidos, está claro, pero es que de treinta años para acá aún hay más: al desigual reparto y a la presión demográfica del tercer mundo –siempre en aumento-, hay que añadir las agresiones ecológicas que repercuten sobre la agricultura y las condiciones atmosféricas. Los cambios climáticos, producto del calentamiento de la tierra por anhídrido carbónico, están ocasionando largos períodos de sequedad y períodos breves pero intensos de lluvias, que provocan, unos y otros, la erosión y la pérdida definitiva de buenas tierras de labranza. Al mismo tiempo, la miseria estructural de amplias poblaciones, fruto del intercambio desigual en el comercio mundial, obliga a quemar bosques para poder sobrevivir. Y eso, añadido a la combustión industrial y a los automóviles, todavía complica más las cosas”.
El combate continua
Cargó enseguida contra el modelo de agricultura que se instauró en el tercer mundo, invadido de maquinarias y agro tóxicos exportados por el mundo “rico”, ocasionando la sobreexplotación de los sistemas naturales.
Llegados a este punto, no tuve otro remedio que preguntarle si es que no había salida a la situación mundial. Me respondió:
“El combate continua, y es la acción coordinada de muchos la que hará posible el mantenimiento de la vida sobre el planeta. Con todo, preveo que en África habrá una catástrofe alimentaria y que no serán suficientes, ni mucho menos, conciertos de rock ni la caridad interesada de los gobiernos occidentales. Se dejará morir de hambre a multitudes. El mundo occidental aún tiene la vergüenza de hacer circular por estos países africanos el rally París-Dakar, porqué la aventura, en África, no es este dispendio de consumo de petróleo y de marcas de coches y motos, sino la lucha contra el hambre, provocada por los mismos que organizan estos circuitos. Somos una pandilla de criminales”.
Finalmente, y en función de sus ideas y actitudes, tan distintas de la vulgaridad occidental homologada, le incité que me hablase de las polémicas que seguramente ha provocado. Y me dijo:
“Nadie ha hecho callar mi independencia de criterio. Si en un principio estuve interesado por el ideario marxista y las experiencias socialistas de China y Cuba, con el tiempo me distancié, porqué he podido comprobar las desviaciones que han sufrido. Todo eso lo he criticado y, naturalmente, he sido acusado de “traidor”, pero me ha importado más el destino de millones de seres humanos que no los honores que yo pueda tener. He sido crítico con la URSS, China y Cuba y, naturalmente, con la manera actual de entender la democracia que tiene Occidente. El Banco Mundial me consideró un tipo peligroso y en Francia, mi país, siempre he molestado un poco. Como sabe, en 1974 me presenté con los ecologistas como candidato a las elecciones presidenciales, e hicimos una campaña en la que critiqué el modelo de desarrollo de la derecha y la insuficiencia de la izquierda en relación al modelo energético, con su apoyo a las nucleares”.
Le dije que aquellos meses electorales de mayo y junio de 1974 yo estaba en París, y que paseando por las riberas del Sena, donde se amarraba su barcaza de campaña, por desgracia mía no llegué a dar con ella. Pero el espíritu de aquella Arca de Noé no me tardó en llegar cuando regresé a Catalunya.
Y el caso era que, quince años después, aquel octubre de 1989, yo tenía delante aquel hombre que lo movió todo – el “profeta solitario”, como lo calificó su biógrafo-, que nos había precedido arriesgadamente en el compromiso humano y ecológico, aquel hombre que demostraba continuamente su libertad y que, usando con respeto de ella, no le importaba , antes de comer en un restaurante de la Barceloneta, tumbarse en tierra y descansar un poco, quizás soñando ante la “inmensa sonrisa del mar”. Inolvidable René Dumont!
Xavier Garcia Pujades, Periodista, escritor y socio de MIESES Global
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